miércoles, 31 de mayo de 2017

Todo está en mí.








Este cuerpo. Frágil. Pero aún funciona.
Aún cabalgando este cuerpo.
Desde este cuerpo, contempla el paisaje que aparece.
Esta tarde gris, de un día lluvioso, de un cielo cubierto que comienza a abrirse al acercarse la noche.
Gris y naranja y violeta y celeste.
El templo del Tibidabo se ilumina.
Como cuando era el final de la larga sadhana, después del viaje como una peregrinación, y al final del camino, evocando la hora auspiciosa en que la conciencia rompe su cordón umbilical con este cuerpo, entonces la iglesia se iluminaba. Esa confluencia. Como una promesa. Auspiciosa.

Pero aún cabalgando este cuerpo, como un mirador privilegiado.
Contemplando el paisaje.
Este atardecer de nubes y claros.
La iglesia, como una antorcha encendida, coronando la montaña.
Los sonidos del atardecer, las gaviotas.
La quietud de su santuario solitario.
Los aromas.
A jazmín en el tatami; tomillo y romero de Collserola al otro lado de la puerta, sobre la mesa de trabajo, flotando en el aire de trabajo.





Hubo una vez que apareció Vajrayoguini.
Se quedó un tiempo, y luego desapareció.
Y ella se sintió en el descanso apacible.
No la echa de menos. Y tampoco la evita.
Convencida de que la vida sabe.
A veces desearía conectar con la Vida, para comprender ella también, para ver con claridad, superada esta miopía.
Y no perderse en deseos equivocados, en entretenimientos eternos.
Volver a hacer el amor con la vida, cuando mueres y te disuelves en un gozo infinito.

Pasaron meses, quizás años, sintiéndola en su vida sin forma antes de que el cuerpo se uniera, como una catapulta. Luego, el cuerpo la abandonó.
Se pregunta por qué crea lo que crea,
y suelta lo que suelta,
y retiene lo que retiene.

Dice: La vida sabe.
Y se entrega.





A veces es como la vida, inabarcable.
Y a veces como un bebé despertando al mundo.
Un bebé vulnerable con superpoderes para sobrevivir en las más duras condiciones.
Y a veces, como una vieja cansada.

A la hora de la metáfora meteorológica,
para describir el estado emocional, o de presencia,
en el encuentro con la sangha,
ella suele sentir que brilla el sol
pero también hay nubes,
y viento, y tormentas,
y brisa acariciadora, refrescante,
y lluvia y frío,
y también desierto y lagos y vegetación,
un oasis de abundancia.
Todo está en mí, piensa.
Todas las estaciones, todos los paisajes,
calmas y tormentas, la serenidad y la desesperación.

Todo está dentro de mí
y en el paisaje que contemplo.

Y ni el amor ni el miedo me son ajenos.





sábado, 27 de mayo de 2017

Las aguas revueltas.






A veces, las aguas están serenas y apacibles,
quietas como un lago en el que no sopla ni la más ligera brisa,
como un espejo plateado que lo refleja todo.
No es que no ocurran cosas externamente,
que tienen lugar de forma imparable,
pero la mente serena, imperturbable, las contempla,
las vive, las toma, se las traga,
y las refleja como un espejo, tal como son.

A veces se plantea la pregunta de los viernes en la sangha, la de la metáfora emocional,
y se siente como un espejo.
La quietud de un lago apacible, inmutable.

Y a veces contempla las aguas revueltas. Y qué realización!
Lo ve tan claro!...




Cuando la experiencia está serena, apacible y gozosa,
el agua aparece clara y limpia. ¡Otra alucinación!
Lo comprendes cuando las aguas (de la mente) están revueltas.
Cuando aparece alguien, o tienes que convivir con una situación, que te altera,
cuando las aguas de tu vivencia (tus sensaciones, tu percepción) están removidas
y ya no reflejan las cosas como son, sino distorsionadas.

Las aguas revueltas (cada vez que te sientes alterada, herida, sufriendo, aunque sea una nimiedad)
tienen la maravillosa función de sacar a flote la basura depositada en el fondo.
Te las presenta a la vista, los nudos no resueltos, las heridas no curadas,
de cualquiera de tus yos.
Te las devuelve a la superficie para que las veas, las comprendas y las resuelvas.

Ahí están:
Mira la rabia, la frustración, la dependencia de la opinión ajena, la madre herida,
mira la tendencia al control, la inseguridad, el miedo al futuro, mira...
Ahí están, todavía, las pataletas de tus yos que aún te crees.

Las aguas revueltas te ayudan a descubrir, a comprender, a hacer limpieza.
Son la mejor cura de humildad, de conexión, empatía y compasión.

Mientras dure esta experiencia humana.





lunes, 8 de mayo de 2017

Las seis condiciones para la concentración en la meditación formal.





En budismo se le llama "meditación informal".
Es una forma de vivir, consciente, con atención, despierta.
"El arte de vivir despiert@", dice Thich Nhat Hanh.
Desde el amor y la compasión.
Desde la aceptación y la relatividad que te ofrece tu experiencia de la vacuidad, aquélla que poseas.
"Más dharma y menos drama".


La meditación informal es una forma de vivir la vida cotidiana.
Pero, ¿y la meditación formal?

También la llaman "sentarse".
En un cojín, en una silla, en el césped, en la tierra de la montaña o en la arena de la playa.
Aunque la posición es lo de menos, también te puedes acostar, si las circunstancias lo requieren.
El caso es parar.
Parar. Y soltar.
Y entregarse a la meditación formal.
Desde la quietud y el silencio interior.
También la llaman contemplación.
Porque "el observador" contempla todo lo que aparece (sonidos externos e internos, pensamientos, olores) sin dejarse llevar por ellos, como nubes en el cielo que aparecen, pasan y desaparecen.
Sin deseo ni aversión. Con ecuanimidad.
Es la experiencia de la meditación formal.

En budismo se habla de las diferentes "absorciones meditativas" o "permanencias mentales", como niveles de concentración. Como un mapa que toma nota del camino de la concentración.
Y desde el principio se habla del disfrute de soltar, de la alegría, desde la primera absorción meditativa, mucho antes de llegar a la "permanencia apacible" (novena absorción) o el "camino de no más aprendizaje".

La concentración de la meditación formal es un disfrute en sí mismo, como la concentración (el fluir) en cualquier actividad que te absorba hasta desaparecer.





Ella aún recuerda, en el centro budista donde le tocaba ocuparse de la recepción, las inscripciones en los diferentes cursos de meditación, atender las llamadas, responder los emails, cuadrar las cuentas, preparar el té y las pastitas, barrer el suelo, fregar los cristales de la puerta y los lavabos, asegurarse de que la gompa de meditación estaba a punto, la temperatura justa, el sonido del equipo, la grabación preparada... Y entonces sonaba el teléfono y el maestro la llamaba desde un embotellamiento de tráfico: "No llego, tendrás que hacer tú la meditación." Claro.
Entonces ella cogía el libro o el cd y repasaba la meditación que correspondía al día de hoy, y entraba en la sala y se sentaba en "el trono". Cuando ya todo había sido soltado.
Y sonreía.

Esto es lo que me gustaría transmitiros -decía-, esta alegría de soltar.
El entusiasmo del viaje.
Soltarlo todo y entrar en este viaje interior lleno de sorpresas.
Soltarlo todo.
La ligereza, la liberación.
Esa alegría profunda que precede a la meditación.
Esa entrega al disfrute de la concentración.





En su comentario sobre la diligencia correcta (del Noble Óctuple Sendero), en su libro "El corazón de las enseñanzas de Buda", el monje zen vietnamita Thich Nhat Hanh insiste en que la práctica ha de ser gozosa. Incluso en las dificultades o cuando no se cumplen las expectativas, debemos proteger la alegría de estar en el camino.
Quizás el problema es que no soltaste las expectativas en el previo "soltar".

Y Ayya Khema no se cansaba de repetirlo en su retiro sobre las absorciones meditativas, recogido en su libro "¿Quién es mi yo?".
"Una mente alegre o gozosa es un requisito necesario, sin ella es imposible meditar".
"Si no tenemos esta alegría, especialmente en nuestra práctica espiritual, la meditación quedará relegada a un lado cada vez que creamos tener algo más importante que hacer".
"Sin alegría no hay concentración".
"Sólo podremos concentrarnos si la mente está gozosa".
Y así una y otra vez.




Pero para que esto sea posible has de cuidar bien de las seis preparaciones o condiciones necesarias en el proceso previo a meditar y entre sesiones. (Según el "Camino gozoso de buena fortuna", de Geshe Kelsang Gyatso).

1. Encontrar un lugar adecuado para la meditación.
2. Tener pocos deseos.
3. Permanecer satisfech@.
4. Evitar actividades que causen distracciones
5. Mantener una disciplina moral.
6. Evitar pensamientos que causen distracciones.





A ella le importaba que su vida diaria fuera la "meditación informal" de vivir consciente, el arte de vivir despierta.
Y, al mismo tiempo, que fuera como la preparación para la meditación formal.
Ausencia de deseos, vivir satisfecha, evitar actividades que te distraigan y pensamientos conflictivos, discursivos, excesivamente estimulantes o desalentadores.

Y el hecho es que era lo mismo.
Las preparaciones para la meditación formal no eran otra cosa que vivir consciente, con atención, el arte de vivir despierta.

Vivir cada día, cada instante, como una oración.

Y meditar como un viaje apasionante.

La entrega y la confianza,
en la meditación formal.
Y en la meditación informal.






miércoles, 3 de mayo de 2017

Los ocho extremos.







Miércoles, 3.5. Y mayo avanza. O lo parece. Que esa mera designación existe. ¿Existe "mayo", más allá de un mero nombre? Es obvio que no existe, inherentemente, y sin embargo funciona, para entendernos, para organizarnos.
Pero sólo funciona porque es un acuerdo establecido que compartimos. Si nos comunicamos con una persona que no sabe qué es "mayo", alguien que interpreta el mundo (la vida o el tiempo) de otra manera, por ejemplo en base a los cultivos, o la luna, o el sol, o las mareas, o las lluvias... En ese caso, el concepto "mayo" no serviría de nada. No funciona. No existe.

Quizás con "mayo" es fácil verlo. Pero si hablamos del tiempo como "mera designación", puede que nos resulte un poco más difícil. Parece que existe en sí mismo. Por las señales del paso del tiempo, en el cuerpo, en el paisaje, en las situaciones. Como ir y venir, todo nace y muere, lo individual y lo colectivo.
Y si hablamos del cuerpo mismo, o del "yo" personal, quizás aún nos resulte más difícil considerar que no existen tal como los concebimos, tan "reales". Considerar, por ejemplo, que son meras conceptualizaciones que dan lugar a entes que nos parecen objetivamente reales, como "mayo", y que, sin embargo, sus fundamentos son simples creencias compartidas, acuerdos culturales.

¿Parece un despropósito?
Para entenderlo mejor, el budismo nos habla de la vacuidad de "los ocho extremos".






"Las nubes aparecen cuando se reúnen las causas y condiciones atmosféricas apropiadas y sin éstas no pueden formarse. Lo mismo ocurre con las montañas, los planetas, los cuerpos, las mentes y todos los demás fenómenos producidos. Debido a que dependen de factores externos a ellos mismos para existir, se dice que son vacíos de existencia inherente o independiente y no son más que meras designaciones de la mente.
Son nuestras mentes conceptuales de la ignorancia del aferramiento propio las que se aferran a ellos como si existieran por su propio lado. Estas concepciones se aferran a los ocho extremos:
la producción, la cesación,
la impermanencia, la permanencia,
el ir, el venir,
la singularidad y la pluralidad."

(Budismo Moderno. Gueshe Kelsang Gyatso)






El extremo de nacer y el extremo de morir.

Desde el punto de vista budista, tanto creer en el nacimiento como creer en la muerte (la producción y la cesación) son consideradas percepciones equivocadas, "extremos" vacíos en sí mismos.

Todos los objetos que percibimos cuando soñamos son el resultado de la maduración de potenciales kármicos en nuestra mente, y no existen fuera de ella. Del mismo modo, las apariencias que tenemos en nuestra vida de vigilia no son más que la maduración de impresiones kármicas en nuestra mente.
Cuando hayamos comprendido que los objetos funcionales surgen a partir de sus causas y condiciones, externas o internas, y que carecen de existencia independiente, con sólo percibir la producción (el nacimiento) de los fenómenos o pensar en ella, recordaremos su vacuidad.
Entonces, en lugar de aumentar nuestra sensación de solidez y objetividad de los fenómenos funcionales (mi cuerpo, mi yo, el de los demás, las situaciones...) comenzaremos a percibirlos como manifestaciones de su vacuidad, con una existencia tan poco concreta como un arco iris que surge del cielo vacío.

Y al igual que la producción o nacimiento depende de causas y condiciones, su cesación o muerte también lo hace. Ni la producción ni la cesación tienen existencia verdadera.
Si comprendemos que tanto nuestros objetos de apego como los objetos de aversión, así como su cesación, carecen de existencia verdadera, no habrá motivos para sufrir cuando parece que aparece lo que no deseamos, o perdemos (cesa) lo que sí queremos en nuestra vida.





El extremo de la impermanencia y el extremo de la permanencia.

Todos los objetos funcionales, como nuestro entorno, disfrutes, cuerpo, mente y el yo, cambian momento a momento. Son impermanentes en el sentido de que dejan de existir en el segundo momento, aunque no lo advirtamos (impermanencia sutil).
Cuando comprendemos la impermanencia sutil, es decir, que nuestro cuerpo, nuestra mente, el yo, etc, dejan de existir a cada momento, nos resultará fácil entender que son vacíos de existencia inherente.
Incluso cualquier fenómeno permanente, como la vacuidad misma, depende de sus partes, de sus bases de designación (la forma que aparece) y de las mentes que los designan, y por lo tanto no existe independientemente.
Al igual que una moneda de oro no existe separada del metal del que está hecha, las vacuidad de nuestro cuerpo tampoco existe separada de él porque es simplemente su ausencia de existencia inherente.





El extremo del ir y el extremo del venir.

A dónde crees que vas?

Cuando vamos a algún lugar pensamos "voy", y nos aferramos a la acción de ir como si fuera real. Del mismo modo, cuando alguien nos visita pensamos "viene". Estas dos concepciones son formas de aferramiento propio además de percepciones erróneas. Porque el ir y el venir de las personas (o las situaciones) es como la aparición y desaparición de un arco iris en el cielo. Cuando se reúnen las causas y condiciones para que aparezca un arco iris, éste aparece, y cuando cesan las causas y condiciones para que continúe, desaparece. No obstante, el arco iris no viene de ningún sitio ni se va a ningún lugar.






El extremo de la singularidad y el extremo de la pluralidad.

Cuando observamos un objeto, como el yo o el cuerpo, sentimos con intensidad que es una entidad singular e indivisible, y que su singularidad tiene existencia inherente. Sin embargo, en realidad el yo tiene muchas partes (como la que observa, la que camina, la que piensa, o la que es una maestra, una hija, una madre, una amiga...). El yo es designado sobre el conjunto de todas estas partes. Y lo mismo ocurre con el cuerpo.
Cada fenómeno en particular es una singularidad, pero ésta no es más que una simple designación, al igual que un ejército es meramente designado sobre la base de un grupo de soldados, o un bosque lo es sobre la base de un grupo de árboles.

Y cuando percibimos varios objetos, pensamos que su pluralidad también tiene existencia independiente. No obstante, al igual que la singularidad, la pluralidad no es más que una mera designación de la mente. Por ejemplo, en lugar de percibir varios soldados o árboles de manera individual, podríamos considerarlos como un ejército o un bosque, es decir, como un todo o grupo singular, en cuyo caso estaríamos percibiendo una singularidad en lugar de una pluralidad.

Tanto la singularidad como la pluralidad no son más que meras designaciones de la mente conceptual y carecen de existencia verdadera.

Normalmente tendemos a generalizar y exagerar los defectos o cualidades de ciertas personas para aumentar nuestro odio o apego a colectivos más amplios sobre la base de, por ejemplo, su raza, religión o país de origen.
Contemplar la vacuidad de la singularidad y de la pluralidad nos puede servir de ayuda para reducir este tipo de apego u odio (racista, sexista, etc.)



Mientras nos aferremos a los ocho extremos, estaremos estabilizando la ignorancia que nos mantiene en el ciclo del sufrimiento.
Cuando la eliminemos de manera permanente (por medio de la meditación en los ocho extremos y en la vacuidad de todos los fenómenos),
todo nuestro sufrimiento cesará para siempre
y realizaremos el verdadero significado de nuestra vida.


(Extraído del libro "Budismo Moderno". Gueshe Kelsang Gyatso)