martes, 27 de octubre de 2015

Un sorbo de té.





El maestro zen vietnamita Thich Nhat Hanh, en la recta final de su larga vida, sufrió una hemorragia cerebral grave que parecía señalar el final de su paso por esta existencia humana.
El amor de sus monjas y monjes, pendientes en todo momento de sus necesidades, y los cuidados del equipo médico, le retuvieron, aunque él afrontaba grandes retos incluso para el mero hecho de respirar. Durante meses, no podía ingerir alimentos por sus propios medios ni comunicarse. Evidentemente, no era fácil para Thay, pero aquí se quedaba, un tiempo más.
Había quienes pensaban que no se iba porque aún le necesitaban en la sangha de Plum Village y en su comunidad internacional, como cabeza de la organización, como maestro y líder espiritual.
Ella sospechaba que este bodhisatva (este Buda) aún permanecía en este planeta para seguir mostrándonos con su ejemplo la forma de afrontar la vida, la enfermedad y la muerte.
Él estaba perfectamente preparado para irse o quedarse (esa ilusión).




Según el budismo, existen tres clases de seres en el camino hacia la iluminación.
El ser inferior, que, consciente de las vidas futuras, opta por una conducta virtuosa y la acumulación de karma positivo por temor al sufrimiento de los infiernos y para poder acceder en el futuro a una existencia en el reino de los dioses, o de los Budas.
El ser medio, que opta a la renuncia al sufrimiento del samsara, en todas sus formas. Incluida la apariencia de una cómoda vida temporal en los reinos superiores.
Y el ser superior que ha perdido todo interés egoísta; le da igual los sufrimientos o disfrutes (esa mente dual conceptual) y simplemente se ofrece al servicio de los seres sufrientes.

Para ella, TNH era un ser superior.
Irse o quedarse era irrelevante.
Pero aquí estaba, todavía, enseñándonos cómo afrontar las alegrías y las dificultades de la vida, la enfermedad y la muerte. Esa ilusión.






Sus monjas y monjes le amaban tanto, que a veces quizás llegaban a olvidar algo de lo aprendido, por el miedo a perderle y la resistencia a que esto ocurriera.
Se preocupaban, sufrían, se aceleraban, por el deseo de verle mejorar.
Entonces, antes de una de sus primeras grandes recaídas, él les había dicho:
Para qué tanta ansiedad? Si de verdad os importo, cuidad vuestra paz interior. Cuidaos a vosotr@s mism@s.

Durante algún tiempo estuvo inmovilizado en la cama, alimentado vía intravenosa y aparentemente inconsciente, aunque por lo visto nunca llegó a necesitar la respiración asistida (casualidad o tal vez él aún permanecía en su práctica de la respiración consciente: inspiro y estoy en casa; espiro y sonrío, estoy en casa).
Aún semiinconsciente, en cierta ocasión, observando al equipo médico afanado en su labor, consiguió llevar el dedo a sus labios. Silencio. Sonrió. Y señaló el cielo al otro lado de la ventana.
Quiere que paremos un momento, dijo una de sus discípulas.
Como cuando, en meditación caminando, sonaba la campana.
Stop. Inspira, espira; regresa aquí, ahora (si los pensamientos te han llevado a otro lugar).
Quiere que paremos un momento. Silencio. Y que miremos el cielo.

Cuentan que un médico se acercó a la ventana. Y se puso a llorar.
Nunca antes había mirado el cielo de esta manera, dijo. Tan ocupado en los asuntos de mi vida.
Nunca antes había visto el cielo.
La inmensa claridad del cielo.
Lloraba.
(Como si por un instante, por primera vez, hubiera percibido la inmensa claridad de su propia mente, de su propia vida, de su propio ser.)



Otras veces, en medio de la actividad de sus cuidador@s, Thay conseguía llamar la atención de alguien y, con gestos, pedía que prepararan un té para todo el equipo médico presente en su habitación.
Té. Sentarse. Parar. Degustar.
El té, el sol, las nubes, la lluvia, el aire, la tierra, las abejas en sus flores, el trabajo humano...
Hacer el amor con el universo en tu paladar.
Fundirse.
Desaparecer.



A lo largo de toda su vida, Thich Nhat Hanh tenía presente en cada meditación, en cada instrucción, por prosaica que pareciera, la visión de la vacuidad. Y que "ser es interser".
Y a lo largo de su dura enfermedad (quizás decidió permanecer un poco más para mostrarnos cómo afrontar los peores momentos) seguía revelándonos, con una sonrisa, la práctica de hacer el amor con la vida,
fundirse,
desaparecer
en un simple sorbo de té.




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