domingo, 26 de abril de 2015

En silencio, para oír la voz de Dios.






A veces siente como que algo está a punto de pasar.
Quizás mientras está limpiando la cocina, cuando descubre cierta suciedad donde no se veía, y cuenta con las herramientas adecuadas para disolverla y retirarla, y la superficie vuelve a ser limpia y suave.
Limpia pausada y silenciosamente, como si algo estuviera a punto de pasar; atenta, para no perdérselo.

A veces se despierta y el día es gris y las nubes anuncian tormenta.
Como si algo estuviera a punto de pasar.
Y ella se entrega: Aquí estoy.

A veces escucha una canción que ha escuchado mil veces, o quizás una nueva canción, y siente un crujido en su corazón y piensa:
Un día habrá que hacer un retiro de silencio y música y lágrimas.




Algo está a punto de ocurrir y no puede hacer más que esperar.
No quiere moverse, ir a ningún lugar, hacer nada.
Quieta, en silencio, a la escucha. Estoy preparada.




Hace años, con su grupo de meditación, a veces alquilaban una parte del monasterio de unas monjas dominicas y la transformaban por unos días en una gompa budista. De las celdas a la sala de meditación, los pasillos estaban llenos de imágenes sagradas que invitaban a la devoción, el recogimiento y el silencio, con frases inspiradoras del tipo: "Sólo hablaba con Dios o de Dios".

En su primera visita al convento de Sigena, la monja había accedido a que se quedara allí unos días, a condición del silencio, decía, "para poder escuchar a Dios".




Un día, hace tiempo, le dijo a su maestro budista que no entendía muy bien eso de rogar y rogar y pedir a los Budas sus bendiciones, y mucho menos entendía la necesidad de viajar a sitios lejanos en busca de las bendiciones de los Budas.
"Yo creo que los Budas ya están haciendo su trabajo; lo que importa es que yo esté abierta a percibirlo, allá donde esté".
El maestro le rió la irreverencia.
Siempre había sido una irreverente y un día él le dijo que lo peor no era eso, lo peor de todo es que ella no tenía un guía espiritual.
Ella le miró con sorpresa y le creyó a pies juntillas, porque se lo decía su guía espiritual.

Pero lo que nunca había cuestionado su maestro era su fe, su entusiasmo. El entusiasmo que transmitía, su convicción, su alegría. Su amor.
Eso nadie se lo había cuestionado en su vieja familia espiritual.




A veces se despertaba con la agenda llena de posibilidades pero veía cómo se le estiraba el presente en la quietud. Presente.
Claramente clara de que todo está aquí, en este instante.
Las bendiciones de los Budas, la voz de Dios, están aquí, en este preciso instante.
Y hacía silencio, para escucharla.
Y se movía callada y pausadamente en su pequeño espacio mientras preparaba el desayuno o recogía, lavaba los cacharros en la cocina u ordenaba la habitación.
Con movimientos sutiles, para no hacer ruido.
Por si se despierta ese sentido que le permite oír la voz de Dios.
Por si percibe la presencia sagrada (las bendiciones de los Budas) en el tictac del reloj, el motor del ascensor, la voz de la vecina al llegar a casa, el saludo del perro, las gotas de lluvia al caer.
En silencio, para oír la voz de Dios.
Presente, para que la encuentre presente.
No quería distraerse, por si aparecía la voz de Dios o las bendiciones de los Budas.
Ofrecida, entregada, rendida a su voluntad, para no luchar más con la vida, para fundirse con ella.
Para reconocer su identidad en la Vida misma.
Qué otra cosa podría ser?

Y no quería distraerse de lo que era.
En el silencio o en los sonidos; en la soledad o en la compañía.
No quería distraerse y dejar de percibir a Dios (ella misma, ese interser) en cada aparición kármica.
No perder la oportunidad en cada oportunidad que le ofrecía la Vida.
Hasta que sucediera sin esfuerzo.





No hay comentarios:

Publicar un comentario