lunes, 14 de abril de 2014

Amar y soltar.








Le resultaba inspirador leer
y escuchar a
Thich Nhat Hanh.
Su forma de amar.
Su fascinación por el mundo que le rodea. Su empeño en que nos enamoremos de la vida. Amar y soltar. Amar. Lo que aparece.
Sin añadir juicios ni etiquetas.
Cada paso sobre la tierra con atención plena, cada paso
una caricia a la madre tierra.
No es necesario imaginar budas y diosas y dioses abstractos y lejanos, tierras puras y paraísos difíciles de alcanzar, cuando todo es ya sagrado delante de nuestras narices, dentro y fuera, porque no hay "dentro" ni "fuera".





Cuando ella le preguntó al maestro, años atrás, por qué aparecen las apariencias que aparecen en nuestra vida, cuál es su función, el maestro budista le dijo: hacernos sufrir. La función de las apariencias es hacernos sufrir, porque surgen de la ignorancia.
Ella le entendió. Y lo compartió. A medias.
Porque la función de las apariencias es también permitirnos aprender, a salir de la ignorancia, a amar. Las apariencias son tus aliadas. No son tu enemigo, ni son maras.
Aparecen para darte la oportunidad de aprender.





Hay tradiciones espirituales que insisten en la renuncia al samsara, al ciclo de renacimientos, como un motor emocional de aversión a la vida, de rechazo al mundo.
"Yo no quiero volver más", oyes una y otra vez. "Ni siquiera en los reinos superiores de los dioses y semidioses. Ya no quiero volver más".
Y ella volvía a pensar: qué apego a que se cumpla mi voluntad, qué obsesión
con los propios deseos.
Es que ése es un deseo virtuoso, le decían.
Y otra vez la dualidad.




Pues si hay que volver, ya apechugaremos, bromeaba ella.

A ella le gustaba amar lo que aparecía. Para qué perder el tiempo rechazándolo, juzgándolo, odiándolo, convirtiéndolo  en el "otro", esa amenaza?
A ella le resonaba más eso de amar y soltar.
Fundirse
y soltar.
Y ya no le tenía miedo a volver o no volver. A irse o quedarse. A la transformación.





En una de las primeras clases budistas a las que asistió, hace de eso muchos años,
el maestro explicaba la analogía de una persona que disfruta de las mejores condiciones en esta vida (abundancia económica, material, afectiva), se va a dormir rodeada de las mejores comodidades, espacio y lujo, limpieza, orden y aromas naturales, y en medio del sueño se desata un incendio del que no puede escapar. Piensa que es un sueño, pero no, es real, y está muriendo carbonizada.
Así es samsara, decía. Te vas a dormir en las mejores condiciones y tu próxima vida puede ser un infierno en llamas durante eones.
Ella se sintió conmovida por la historia y dijo: si eso puede ocurrir, yo sólo aspiro a tener la sabiduría y la fortaleza para afrontar todos los infiernos que aparezcan en mi vida.
Lo dijo entonces y lo siente ahora: aceptación y entrega son llaves que abren las puertas de la sabiduría y la fortaleza. Como una lluvia de agua fresca sobre todos los infiernos calientes. Como una fuente que apaga los fuegos.


En la mesa de al lado, una pareja apartaba la rúcula, quizás excesiva, sobre sus focaccias. 
"Todas las religiones han utilizado el terror para controlarnos mejor", decía el hombre.
Y ella sonrió sin sorpresa.
Una vez más las apariencias hablando por sí solas, en su película personal, su proyección kármica.
Quizás no todas, pensó. 
Quizás no siempre. 
Algunas veces. 
Quizás.



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